Sorpresa. No acertaba a comprender cómo, pero de alguna manera aquel papel había llegado hasta su bolsillo. Su mano, ajena, había notado las aristas de los pliegues bajo la tela de la chaqueta, allí donde momentos antes habitaba una feliz inconsciencia.
Una punzada de desconcierto le hacía palpar insistente la diferencia de volumen entre ambos bolsillos. Incredulidad. Mientras su mano se adentraba lentamente en las profundidades de la prenda, la curiosidad se lanzaba ahora al ataque sugiriéndole llamativos supuestos. Sospecha. Caras y hechos, unos más difusos que otros, le asaltaban mentalmente. Poco a poco comenzó a darle la impresión de que le hablaban, asechando inculpadores mientras aguardaban la conclusión.
¿Por qué las voces de los transeúntes, el tráfico, todo estaba insoportablemente alto? Todos gritaban.
Recordaba la última noche que... No, estaba seguro de que nadie le había visto. No era posible que...
¡Cerrad la asquerosa boca! Temor. Con el pavor de la presunción y lo incierto, tomó con ambas manos el papelillo. Poseído por ese atroz sentimiento, comenzó a desdoblar la pequeña hoja. Decadencia. Podía respirar la adrenalina, la ira, la morbosa contemplación de su propia destrucción; el próximo pliegue siempre prometía ser el último.
Se detuvo por un instante. Latidos. Respiró profundamente. Sudor pegajoso y helado. Contempló arrollado por una ola de comprensión, mientras se sentía caer a plomo.
Humanidad. Con el tiempo, no demasiado, el sosiego y la risa histriónica con los que pudo contemplar aquella maldita hoja vacía, dieron paso a la inquietud. ¿Por qué el papel estaba vacío?
Quizá habría sido mejor que no lo estuviera.